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La única verdad es el absurdo


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Mi primera reacción cuando me enteré que el kirchnerismo iba a tener que dirimir la presidencia en un ballotage fue entregarme a la catársis de la burla y parafrasear sus consignas políticas para humillarlas y para reirme de sus defensores a ultranza. Como su campaña permanente por el poder es extraordinariamente prolífica y su acervo de publicidades no detiene su crecimiento, la diversión duró más de un día en el que minuto a minuto fui recordando sus frases vacías, sus engaños y sus provocaciones mafiosas, para publicarlas reducidas al absurdo o transformadas en chicanas.

Cuando la tarea se volvió rutinaria y perdió la gracia (mi cerebro nunca llegaba a extenuarse, las ocurrencias continuaban pero ya mi estado de ánimo había abandonado la exaltación) empecé a darme cuenta de la tragedia a la que nos hemos condenado socialmente dada la incapacidad que sufrimos para convertir las experiencias colectivas que atravesamos en una fuente de conocimientos utilizable para transformar las circunstancias que nos tocan.

Uno podría suponer que después del 2001 y su mantra-hit "que se vayan todos", sería dificil para un partido captar la confianza de los ciudadanos, atentos a partir de allí a evitar la repetición del saqueo y la impunidad. Sin embargo, un puñado de medidas progresistas, algunas en el terreno de lo simbólico, otras realmente necesarias para paliar la indigencia, sirvieron para construir un mito que los ciudadanos abrazaron con fe de conversos y defienden con aparente ceguera.

La discusión política se ha vuelto imposible por la pérdida de sentido de las palabras y la pereza mental que invade todos los órdenes de la vida, y que por ejemplo lleva a la repetición infinita de información falsa y fórmulas absurdas (pro y anti oficialistas), o al sostenimiento de tesis estrambóticas, pobrísimas, oligofrénicas, criminales. En estos años, al compás del juicio a ex-represores, la gendarmería y las policías provinciales bailaron a diferentes descontentos. Lejos de condenar estas represiones, los militantes kirchneristas exculparon a sus autores intelectuales o los justificaron, y acompañaron estos actos con silencios tácticos, para evitar el debilitamiento de sus líderes y espacios políticos. Pero la ingenuidad de reclamar autocrítica es nuestra. Si no han sido escasas las complicidades colectivas con horrores inimaginables en variados lugares y tiempos, ¿cómo no va a haber colaboracionistas con regímenes de maldad caricaturesca?

Voy a definir como colaboracionista a aquel que calla como resultado de un cálculo, porque supone que condenar y criticar una acción del gobierno pone en riesgo un bienestar, propio o ajeno. Cree obrar moralmente, porque supone que señalar lo atroz puede generar un mal mayor. ¿A quien culpar por esta conducta delictiva pero romántica, con buenas intenciones? Claramente al actor que la pone en práctica de un modo extremo, porque no es que calla alguna crítica y enuncia otras, sino que comete el silencio absoluto, se calla todo, se convierte en un pragmático hijo de la re mil puta y se hace el boludo de manera holística,

Quizás soy exagerado, y no se trate de colaboracionistas sino de víctimas de acciones mafiosas, y por eso no debieran ser juzgados. Se trataría de víctimas porque disponen de derechos que se le otorgan condicionalmente (a cambio de lealtad, silencio, favores, votos) y que son perecederos, pues su fecha de vencimiento sucede cuando el mafioso en funciones pierde el poder. Quizás es solo eso, la épica de un relato sostenida por la cobardía de sus víctimas.

Sea como sea, víctimas o no, estaría bueno que, aunque sea por mero cálculo, para lograr convertirnos en colaboracionistas temporales de su régimen (al menos mientras nos convocan para atravesar el ballotage venciendo al cuco que diseñaron), comiencen a balbucear palabras cuyo significado sea socialmente compartido para que recuperemos la posibilidad de mantener un diálogo racional. Esperar una autocritica feroz parece una utopía lejana.

Retomando el proyecto de liberación que el kirchnerismo cerró con tanta maestría, deberíamos repensar nuestra confianza en el tipo de democracia a la que damos vida y continuar la búsqueda de alternativas. Una vez más, pongamos de moda el mantra-hit.