Abandonemos la era de la reproducción imperativa
Nunca tuve ganas de tener hijos. Pude haber enunciado lo contrario, alguna vez, pero sólo por un encandilamiento amoroso pasajero y no por el deseo real de traer una nueva persona al mundo. Esa enunciación solo pudo ser la cumbre de mi confusión.
Nunca se me ocurriría pensar que mis genes tienen algo de valioso y que deban ser perpetuados. De tener alguna personalidad, determinación y conciencia, los míos no se caracterizan por su egoismo.
Los niños requieren una atención suprema, hay que limpiarlos y hacerlos jugar, llevarlos a clases de taekwon-do y de húngaro, guiarlos en sus tareas, moldear su caracter, estimularlos a pensar. No todos los padres advierten la responsabilidad que viene empaquetada con la decisión de tener hijos y sus requerimientos de tiempo y energía, que determinan priorizar la atención infantil por sobre toda afición personal. ¿Acaso hay padres prolíficos entre los genios de las artes y las ciencias? Pienso en la escasez de tiempo que me queda de vida y, aún sin hijos y sin demasiado talento (que es apenas una facilidad para el aprendizaje), en la inabarcable lista de intereses pendientes de desarrollo: toda la música, el alpinismo, los lenguajes de programación, el recitado de endecasílabos, ...
Las probabilidades de sufrir en este mundo son mucho mayores que las de pasarla bomba, salvo que uno sea reclutado por un comando suicida. Vivir es suicida, sobretodo en Argentina. Se sufre por la desigualdad de clases y la pobreza material y estética, por el analfabetismo extendido a través de múltiples planos, por el temor a la enfermedad y a la muerte, por la enfermedad y la muerte (son cosas distintas), por la degradación de la naturaleza, por el desenfreno del capitalismo, por la ausencia de propósitos claros en nuestras vidas y la difundida tendencia a creer en estupideces como la religión y el fútbol. Quienes afirman que la pasan bien suelen confundir felicidad con ignorancia. Me resultaría perverso traer una conciencia a un mundo que experimento así.
La cantidad de cosas que pueden salir mal con una criatura es alarmante. Por ejemplo, te puede salir un hije que defienda el capitalismo con rostro humano o uno que tenga miedo de batirse en un duelo a muerte y tengas que sacrificarlo, como en Los Gauchos Judíos.
Hay demasiados niños como para seguir trayendo nuevos, y muchos, quizás la mayoría de los ya existentes, carecen de suficientes fuentes nutritivas, tanto si hablamos de proteinas como de todas las formas de la cultura, y por supuesto de techo y obra social.
La patria potestad de los niños tendría que ser de toda la sociedad, al menos de todos los que quieran ejercerla colaborando en las crianzas. Todos los que quieran experimentar la paternidad podrían ponerla en práctica sin tener que pasar por el engorroso y traumático proceso de la instalación de un hijo y la responsabilidad exclusiva por mantener al día sus antivirus. Así es como funcionan algunas culturas originarias en las que se desconoce quiénes son los padres de las criaturas y por ende los hijos de todos reciben cuidados igualitarios y no hay problemas de propiedades, celos, desamor y herencias.
Los hijos también son excelentes excusas para justificar casi cualquier decisión. Asegurar su supervivencia promueve un abanico de acciones extremas, y aunque permiten llevar adelante determinaciones épicas también justifican, al menos en la mente de los perpetradores, la ejecución de actos perversos. El bienestar de la descendencia reina sobre los límites de las humanidad.
Me parece que la planificación familiar explícita es imperativa como terapia para calmar la presión social por la reproducción.