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Misterios de la temporización


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Ayer y hoy el mate cocido se enfrió más rápido. Advertí el motivo con premura. No es que se haya producido una grieta espacio-temporal en la ciudad de La Plata. La aceleración siempre coincide con los días no laborables, y justo ayer fue sábado.

Llega el fin de semana y me encuentro lubricando la eficacia del aprovechamiento del tiempo, porque las agujas del reloj se desplazan más rápido. Es corto el período de libertad, quiero aprovechar mi energía vital para materializar todos los proyectos que acumulo mientras no soy dueño de mis horas, en el trabajo, o mientras no soy dueño de mis músculos, cuando ya estoy en casa pero durante el intervalo en el que el cansancio y el hastío me neutralizan.

Trabajar cuarenta horas semanales fue un triunfo de la Revolución Rusa, según escuché decir por ahí (al día de hoy resulta una victoria pírrica). Las cuarenta horas semanales incluyen las horas muertas en que el cuerpo se niega a ser continuamente exprimido y excluyen el tiempo del viaje de ida y vuelta, por lo que habría que computar mejor la dedicación al trabajo que consume mucho más que cuarenta horas.

Resaltemos que las ocho horas diarias (más el viaje de ida y vuelta, que en mi caso totaliza una hora más) de régimen laboral ocupa más que la mitad del tiempo de vigilia diario, considerando el tercer tercio destinado al sueño. Pero si además pensamos en calidades, las ocho horas propias en que somos dueños de nosotros mismos son peores que las primeras, que se dedican al laburo, porque al llegar a casa uno está un poco (o bastante) arruinado.

Habría que trabajar menos, me digo. Un personaje de la Matrix me responde: así no funcionarían los hospitales, ni las escuelas, ni las fábricas, ni las huertas. El caos es la primera amenaza que surte efecto, tardamos un par de segundos en superarla. Acaso funcionan los hospitales y las escuelas y las fábricas y las huertas? Quizás todo marcharía mejor con menos trabajo esclavo.

El humo de la taza sube a mayor velocidad mientras pienso en qué hacer para aprovechar mi tiempo libre. Empiezo a sentirme ansioso, mientras recupero proyectos del baúl de mi memoria. Todavía no empecé y ya advierto que no puedo decidirme entre las opciones que tengo (leer unos capítulos del libro actual, aprender trucos de carpintería por YouTube, esmerarme en la práctica de yoga o aprender algún escape de bjj, salir a comprar ingredientes para preparar la comida, ordenar las carpetas pendientes repletas de fotos digitales y elegir algunas para llevar a imprimir, aprender a instalar un servidor de archivos en la red local) y mientras las evalúo, el minutero no tarda en acelerarse, porque es sábado o domingo y el tiempo, como ya dije, transcurre a otro ritmo.

Debería estar disfrutando, pienso en segundo plano. Y en un tercer plano de conciencia veo cómo se pone en negrita la cuenta regresiva hacia el lunes con su bóveda superpoblada de problemas pendientes. Hay lugar para más en mi conciencia, se siguen procesando los algoritmos que tratan de vaciar la mencionada bóveda en el cuarto plano de ella. Para empeorar la dinámica, quizás porque uno no es del todo haragán sino que encima conserva rasgos de compromiso con las labores asalariadas, éstas son empujadas desde los planos profundos hacia la superficie, con una fuerza igual a la de las proyectos deseados que van siendo desalojados. Un principio de Arquímedes nefasto para el tiempo libre.

La adaptación al nuevo trabajo viene problemática.